Escritos Sobre Arte Mexicano
Jean Charlot

Editado por Peter Morse y John Charlot

© 1991--2000
Peter Morse y John Charlot

Notas Bibliográficas
Índice


 

La Estética de las Danzas Indígenas

Las reliquias más importantes que nos dejó la civilización prehispánica--escultura y arquitectura--suponen una igual belleza en las otras manifestaciones del arte, desgraciadamente más efímeras: pintura, música, danza. Todavía en nuestros días, después de varios siglos de contacto permanente con otra civilización que se impuso por fuerza, las encontramos bajo un disfraz europeo, pero siempre conservando las características genuinas del espíritu indio.

La danza moderna "civilizada" procede de la desviación del instinto sexual. La danza indígena procede, al contrario, de un cierto gusto estético, especialmente de proporciones, una precisión casi matemática que muy poco tiene que ver con lo que llamamos bonito.

La danza, siendo a la vez un espectáculo óptico y musical, participa de los dos, es decir, que su esencia es de proporciones simultáneas (como pintura) y sucesivas (como música). Analizando la danza indígena, encontramos elementos estables constituyendo como un escenario sobre el cual los movimientos se van a desarrollar--tales elementos siendo por ejemplo las máscaras y los vestidos rígidos. Sobre éstos se superponen los movimientos que constituyen la danza propiamente dicha. De las relaciones entre estos dos seres surge la belleza.

La danza india, como todo instrumento delicado empleado con virtuosidad, puede expresar desde lo cómico más franco hasta la emoción religiosa más alta. Lo notable es que nunca trata ni indirectamente del tema sexual. Ellos poseen este especial instinto tan olvidado entre nosotros que permite transformar toda emoción natural sobre el plan artístico despojándola de su accidental y reduciéndola a una serie de proporciones plásticas que la representan en esencia. Algunos ensayos habidos entre nosotros con esa intención (ballet ruso y sueco) sólo prueban que está completamente muerto este instinto en nuestras razas sofisticadas.

Nuestra impotencia para escoger entre las diferentes actitudes características de una pasión da a nuestras danzas el aspecto de agitación vana y cansancio físico sin posible prolongación espiritual. El arte indígena resumiendo una aglomeración de movimiento en un gesto único lo hace con tal discreción que muchas veces ese gesto solo constituirá la danza. Así lo vemos en la danza de los Magos en Michoacán, en donde los tres pasos del mago central bastan para evocar toda la dignidad de esos reyes legendarios, su cortejo y la fe religiosa que los animaba.

También el ritmo precipitado de la danza de los Gachupines en Chalma es una de las mejores definiciones plásticas de la mediocridad de algunos hombres con tez blanca que hablan demasiado, se agitan demasiado, se creen demasiado, todo eso sin ninguna finalidad.

Hasta en sus más complicadas danzas no hay improvisación; así lo vemos en los combates simulados, que parecen espontáneos al ojo del espectador, pero su aparente furia esconde tanta sabiduría que el choque de las espadas marca el movimiento musical. Semejante discreción anima hasta los movimientos patéticos. El jefe de los árabes en la danza de los Santiagos en Milpa Alta, después de haber combatido él solo contra seis cristianos, tambaleando, sangrando, entra en agonía. El actor, pensando que toda expresión facial (en la cual se complacería seguramente un actor blanco) resulta demasiado débil para reproducir tal agonía, que es simbólica de la raza, se cubre la cara con un pañuelo y solamente el titubeo más y más reducido del cuerpo hasta la caída final nos tiene al corriente de la tragedia. Tal discreción, tal mesura en la representación de las emociones fuertes, fue siempre el sello de las civilizaciones verdaderas.

Esas pantomimas amplifican el gesto y lo estilizan sin quitarle su naturalidad, sin aplastarlo debajo de parásitas mímicas con el pretexto de "hacer arte". Así pueden emplear no solamente las fuentes de emociones más expresivas, pero también las más delicadas y por eso mismo las más difíciles de manejar, como lo es la inocencia infantil. Las danzas de niños (cuadrillas, pastoras) conservan las cualidades de la infancia y entre ellas la más inaccesible de todas, la pureza. Los niños traducen sus sentimientos en gestos apropiados a su edad, terminando siempre con cierta indecisión y por eso mismo muy propios a materializar esas almitas que tienen tan pocos contactos con el mundo exterior. Comparen la danza de las pastoras con las así llamadas fiestas infantiles de nuestra aristocracia, donde niños y niñas imitan a sus mayores en gestos y palabras y piensan en dónde reside la superioridad.

De los elementos mencionados, para empezar solamente, las máscaras y los vestidos merecen especial estudio: los consideraremos aquí como accesorios del baile. Su finalidad esencial es la de diferenciar al bailarín del espectador, de rodearle de una atmósfera sobrenatural representativa de la emoción que va a sugerir. El vestido del danzante en nuestros países civilizados está hecho para poner de relieve la apariencia humana. Por ejemplo, una mujer se vestirá con unos velos neo-griegos, exagerando así su feminidad. El vestido del indio, al contrario, suprime cuanto se puede la apariencia humana, substituyéndola por un símbolo animado. Con esa finalidad le gusta al danzante la inmovilidad de la cara, la rigidez de los adornos, los cuales con sus planos geométricos de colores, sus proporciones originales, llegan a ser de más importancia que el cuerpo mismo. Esa deshumanización del bailarín hace de él un elemento entre los otros elementos de la danza, llevado sobre el mismo plan estético, haciendo del espectáculo una tal unidad que es más fácil sentirlo que analizarlo.

El vestido es creación cuando encuentra nuevos equilibrios en la arquitectura humana: para destruir la importancia de la cara como un punto culminante del cuerpo, emplean los tocados de altas plumas, imitando las palmeras del mismo modo que nuestros sombreros de etiqueta son imagen de las chimenea; para hacer del cuerpo los brazaletes voluminosos amplifican tal o tal miembro, aniquilan la simetría del cuerpo. Las máscaras más grandes que la cabeza natural más chica, como las de los yaquis, o dobles, mirando por adelante y por atrás (danza de los pares), con cuernos enormes, todo tiene la misma finalidad. Es curioso observar que casi todas las máscaras representan hombres de tez blanca y de mejillas rosadas, ornamentadas con anteojos de oro o con barbas españolas; tal conjunto produce sobre el público las mismas impresiones de regocijo o de espanto que causan a nuestros niños máscaras fantásticas con caras de demonios.

La discreción psicológica, la plástica de las danzas actuales no puede ser sino un reflejo muy débil de lo que fueron antes de la conquista, cosa natural después de siglos de persecución y de prohibición. Alvarado, "desorganizando" la danza en el Templo Mayor, simboliza lo que los conquistadores pensaban de ella. Ahora, como estamos regresando a los manantiales más puros del arte, el interés va aumentando por tales manifestaciones de belleza, pero un interés de calidad tan dudosa: se habla de espectáculos interesantes, pintorescos, pero muy pocos entre nosotros se acercan a ellos con la simpatía necesaria para asimilarlos y menos todavía con el respeto que merecen.

Considerando la completa decadencia en la cual se encuentran nuestros bailes y el gusto bárbaro que preside a la confección de los vestidos "elegantes", encontraríamos provecho en estudiar detenidamente el gusto indígena en materia de vestidos y de baile.

 

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